Un deslave que desnuda la tragedia anunciada.
Ayer, a las 5:30 de la mañana, la comunidad de Santiago Cuauhtenco amaneció de luto. Un deslave de tierra arrancó de tajo la vida de una familia, dejando tras de sí no solo escombros, sino también una herida profunda en la memoria colectiva.
En las faldas del imponente Iztaccíhuatl, donde la naturaleza regala paisajes majestuosos, también se esconden riesgos mortales. Allí vivía la familia Correa Castro: Alejandro, Reina Patricia y su pequeña Estefanía, de apenas dos años. La noche anterior, como cualquier otra, se fueron a descansar soñando quizá en las tareas del mañana. Pero ese mañana nunca llegó. Toneladas de tierra, debilitadas por semanas de lluvia, deforestación y abandono, sepultaron su hogar y sus ilusiones.
Lo que ocurrió no es una casualidad, ni un castigo divino. Es el resultado de la corrupción y la negligencia que, como un cáncer, permiten que comunidades enteras se asienten en zonas de alto riesgo. Laderas, barrancas y riberas convertidas en “hogares” por necesidad, y en bombas de tiempo por indiferencia.
Hoy, entre los escombros, yace una muñeca semienterrada. Testigo silenciosa de la inocencia de Estefanía, que apenas ayer jugaba con ella, corría y reía dentro de lo que debía ser su refugio seguro. A un costado, un pequeño suéter aún colgado en el tendedero, esperando cubrir el cuerpo de una niña que ya no está. Son escenas que desgarran y que nos recuerdan la certeza más cruel de la vida: la muerte.
Pero más allá de la tragedia personal, este deslave desnuda un problema colectivo: años de permisos irregulares, de bolsillos llenos a costa de la pobreza, de omisiones que hoy se cobran en vidas humanas. Una comunidad devastada exige respuestas, y la memoria de los que partieron exige justicia.
Hoy abrazamos a los deudos, pero también levantamos la voz. Porque no podemos seguir normalizando que la necesidad de los más vulnerables se use como botín político o económico. Porque no es el destino quien escribe estas tragedias, es la irresponsabilidad de quienes deberían prevenirlas.
Al final, esta tragedia debe dejarnos una lección: si no aprendemos a respetar la naturaleza y a exigir gobiernos responsables, ella nos recordará —una y otra vez— que lo que construimos sobre tierra frágil se derrumba tarde o temprano, junto con nuestra conciencia.
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