#OPINIÓN: LAS SOMBRAS QUE ME ACOMPAÑAN.

Las sombras que me acompañan

Por: Jorge Cárdenas Reyes.


“Hay hombres como sombras que te besan la espalda.
Y hay sombras como perros con hambre, que te siguen por todos lados.
Hay hombres como sombras, que nunca se van.
Y hay recuerdos que duelen cuando estás solo en casa, ante tu eterna realidad.”

Siempre he sido un hombre simple.
Tan simple que la única vez que usé traje fue el día de mi fallida boda.
Y no me quedaba mal, pero tampoco me sentía yo.
El siguiente traje que usaré —si todo sale como lo planea el destino— será el del funeral.

Y ese día, ya no me preocuparé si me aprieta el cuello.
En mi vida he tenido más de una oportunidad para vestirme elegante: las bodas de mis hermanos y hermanas, graduaciones de mis hijos, incluso la firma de mi propio divorcio. Pero las desaproveché todas, con la habilidad de un atleta olímpico… de la evasión.

Siempre he sido fan de lo práctico, al puro estilo de Don Ramón.
Prefiero jeans desgastados, tenis que parecen tortas, y mi eterna mochila que parece haber nacido pegada a mi espalda.

Ahí cargo lo esencial: un libro, una botella de agua que siempre regresa intacta, una cámara que ya no enfoca, y dos lentes que uso para jugar al fotógrafo mientras intento guardar, aunque sea en la memoria, lo que ya no puedo encuadrar.

¿Y mis bolsillos?
Pura vida comprimida:
Una billetera flaca que padece de anorexia.
Una USB con las películas de Harry Potter.
Una pluma, muchos sueños y —por fortuna— ya no las pastillas antidepresivas que me acompañaron gran parte del camino.

También cargo un amuleto contra el mal de ojo, como dice la canción de Caifanes, y una estampita de San Benito, para espantar a los demonios que dejaron los años de olvido.

Jamás llevé el famoso dólar doblado con el ojo que juzga.
A mí, el juicio me lo han hecho los recuerdos, no los billetes.
En mi cartera coexisten dos billetes sin magia, sin tinta de abundancia, y sin suerte. Solo quedan ahí esperando el fin de quincena.
Junto a ellos, viven las tarjetas de un tal licenciado Juárez, de un vendedor de seguros, y de una diseñadora de interiores que se rió cuando le pedí que me amueblara el alma.

También están tres fotos tamaño infantil de mi madre y mis hijos que me recuerdan que no estoy solo aca, pero tampoco lo estare allá.
Y una solicitud de empleo que lancé al cesto de basura junto con mis ganas de regresar a la CDMX.

Y ahí, bien al fondo, escondida como culpa adolescente, una hoja arrugada con un poema que nunca me atreví a enviar:
“Porque entre tú y yo existe una frontera lejana,
y ciertos muros invisibles que me orillan a no extrañarte mientras ando fuera.

Yo te extraño en la intimidad de mis cuatro paredes,
te sueño y te respiro… y eso es lo que me mantiene vivo.”
Debí enviarlo.

Sin miedo al rechazo, sin importar el final.
Tal vez si lo hubiera hecho, hoy no estaría aquí escribiendo esta columna, revisando los bolsillos y haciendo inventario de lo que perdí.
Tal vez estaría sonriéndole a esa mujer de cabellera lacia y andar cansado, mientras su silueta se dibuja en las sábanas húmedas de una noche sin soledad.

Aún guardo la oración para conservar el trabajo, y la dedicatoria del libro que le regalé a mi hermano finado. También una nota de amor escrita por alguien cuyo nombre no quiero mencionar, para no invocar el conjuro que quizá me lanzó con luna llena.

“Hay hombres como sombras que te besan la espalda
y te recorren el ser con un suspiro.
Hay hombres como faros en medio del mar picado
que te guían con la luz de la mirada.
Hay faros como tus ojos, amada mujer,
que provocan mil desvelos.
Hay hombres como sombras que no se van nunca
y se quedan entre tus pestañas a velar tus sueños…
evitando que al soñar, lo hagas con otros labios que no son los míos.
Hay sombras que saben a exilio.”
Ella escribía con esfuerzo. No era poesía perfecta, pero eran sus letras. Y eso ya es amor.

Me dejaba notitas entre los libros, en el desayuno, al despertar…
No sé qué fue de su vida.
Tampoco me entusiasma saberlo.
Pero algo tengo claro:
La poesía no alcanza para sanar el olvido.
Porque el amor, la pasión y la memoria no siguen horarios ni respetan jerarquías.
Y si el tiempo pudiera hablar, seguro me diría que el único remedio verdadero… es dejar de esperar.

Así que aquí sigo, con una mochila al hombro, una billetera vacía, un poema no enviado, y sombras que me besan la espalda.

Pero esta vez —aunque sea solo por hoy—, decido no espantarlas.
Porque a veces, las sombras no vienen a asustarte…
vienen a recordarte que, incluso en lo oscuro, todavía estás vivo.

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